Estos movimientos (de mujeres, homosexuales, migrantes, de derechos humanos) aparecen como novedosos frente a los actores políticos tradicionales. Son movimientos sociales con minúscula y en plural por oposición al Movimiento Social, con mayúscula y en singular, que fue generalmente el movimiento obrero y que se constituyó en relación a una matriz sociopolítica clásica o nacional popular, donde el Estado ocupaba un lugar de referencia central para las acciones políticas.
Pero estos movimientos se mueven en los campos o “gramáticas” del mundo de la vida, orientados hacia metas específicas en la mayoría de las veces, cuestionando los modos de participación en el espacio público consagradas durante la modernidad.
Es que hasta los años setenta, las definiciones del común, de la esfera pública, estaban centradas en el sistema político: partidos políticos y elecciones para la transformación social democrática, guerras de liberación para la transformación societal. El Estado estaba en el centro; las estrategias de la toma del poder eran el eje de la discusión. Inclusive los actores corporativos tradicionales -burguesía, movimiento obrero, militares- eran mirados fundamentalmente en cuanto a su capacidad de intervenir en el espacio político del poder del Estado. Los otros actores sociales eran débiles; lo que había eran protestas, demandas, espacios de sociabilidad y de refuerzo cultural local. En el plano internacional, la centralidad del aparato del Estado llevaba a acuerdos y convenciones, elaboradas y ratificados por los gobiernos. La sociedad civil tenía poca cabida directa y poco espacio en ese mundo.
Pero la centralidad del Estado y la matriz que le daba sentido se resquebrajó en un contexto de ruptura o crisis debido a múltiples y complejos procesos: la globalización económica y cultural; el pasaje de una sociedad industrial de Estado Nacional hacia sociedades post industriales globalizadas, con la consiguiente crisis y declinación del paradigma del trabajo como eje organizador de la vida común y de la política.
En este nuevo contexto, los actores sociales y los movimientos tienen un rol doble: por un lado, son sistemas colectivos de reconocimiento social, que expresan identidades colectivas viejas y nuevas, con contenidos culturales y simbólicos importantes. Por otro, son intermediarios políticos no partidarios, que traen necesidades y demandas de las voces no articuladas a la esfera pública y las vinculan con los aparatos institucionales del Estado. Es así que el rol expresivo en la construcción de identidades colectivas y de reconocimiento social, y el rol instrumental que implica un desafío a los arreglos institucionales existentes que portan estos movimientos, se transforman en esenciales para la vitalidad de la democracia.
Pero junto a esta afirmación positiva nos interesa destacar algunos de los nudos que aparecen como problemáticos o conflictivos a la hora de pensar la acción colectiva desde los movimientos, con el objeto de abrir ciertos interrogantes tanto para la reflexión como para la acción política.
La gran pregunta que surge al analizar sus papeles en el espacio social se relaciona con la capacidad o no de los nuevos actores de “marcar una diferencia”, es decir, de ejercer poder de transformación de las relaciones sociales hegemónicas. Porque si bien es posible afirmar que la emergencia de nuevos sujetos y nuevas demandas ha significado un efecto democratizador (se han cristalizado voces e identidades ante silenciadas o parcialmente ausentes en el espacio público), se plantea la duda en torno a la posibilidad de acción cuando la fragmentación de actores y demandas muchas veces torna difuso los oponentes y las vías de canalización.
El surgimiento de nuevas formas de expresión o representación políticas, que actúan al margen de los sistemas partidarios tradicionales, fortalecen la conformación de una ciudadanía y una sociedad civil autónomas y fuertes, pero no llegan a reemplazar la función de los partidos, cuya finalidad es acceder al control de poder del Estado, de sus recursos materiales y simbólicos y de su capacidad regulatoria.
Ligado a lo anterior, la siguiente cuestión que suscita interés se refiere al porvenir de la vinculación entre esas nuevas demandas y el sistema político ¿Irán a mantener su autonomía? ¿Irán a ser cooptados por los partidos políticos? Sus reivindicaciones y demandas, ¿serán apropiadas por instituciones políticas y sociales? Y si fuera así: ¿esto implicaría la pérdida de legitimidad o la fuerza de estos movimientos?
Sin duda, la vinculación entre los movimientos sociales y las instituciones políticas, las agencias estatales, los partidos políticos, es altamente cambiante y el panorama es absolutamente heterogéneo. En el diagnóstico del presente, imprescindible para el diseño posible de lo que vendrá, la presencia de los nuevos movimientos sociales es insoslayable. Es así que el material que se presenta en este número de Tram(p)as de la comunicación y la cultura tiene como objeto aportar herramientas a un debate ya iniciado, pero desde ya inconluso, no sólo en ámbitos académicas sino en el espacio social amplio.
Florencia Saintout
Jorge Huergo
Directores
Indice
ANCLAJES
“El Concepto de Movimiento Social, ¿sigue vigente?”
Alain Touraine
“La Transformación de la Acción Colectiva en América Latina”
Manuel Antonio Garretón M.
“Trabajo en le Era de la Lógica Destructiva”
Ricardo Antunes
“El ALCA y sus Implicaciones para Brasil”
Joao Pedro Stédile
“La Trama Social de los Movimientos Sociales”
Rodrigo Aramendi y Rubén Liegl